miércoles, 9 de octubre de 2013

De placeres con-partidos…



POR: LUISA NDECES

Hace semanas debí haber escrito un texto sobre la virginidad pero los ires y venires de la cotidianidad me atraparon. Se llegó la hora del segundo artículo. Tema: la masturbación. Palabras más, palabras menos, me retardé con la virginidad y se me vino encima la masturbación… Cualquier parecido con la realidad…

¿Qué es la virginidad, si no la ausencia de iniciación en las lides del placer compartido? y ¿Qué placeres habremos de compartir sin antes ser poseedores de ellos? Esas dos preguntas rondan en mi cabeza y justifican acertadamente mi tardanza con el primer tema y la vinculación de éste con el segundo. Seguramente , dado que, –en mi concepto- no es posible contar historias mas que a partir de las propia experiencia; me negué a escribir el cuento de mi virginidad ausente porque resulta algo confuso explicar cómo se pierde la virginidad tres veces. Tres veces la perdí porque tres veces me inicié; pero ese es un chisme que ya no conté; un hijo muerto, como fluido seminal que termina no en un útero sino entre las sábanas.

Como la mayoría de mujeres de mi generación, yo crecí aterrorizada con la idea de perder aquello que se trae entre las piernas y que se mide con dolor y sangre. “Virgen hasta el matrimonio” era la consigna. Y se adornaba con ideas de amor eterno, príncipe azul, prueba única de amor y otras güevonadas. Pero las hormonas no entienden de historias que terminan en “comieron perdices” y, las muy desgraciadas, se hacen sentir no sólo en la agudeza de la voz,  los granos de la cara, o el vello en las axilas; ellas se deslizan por espacios no descubiertos generando humedades y palpitaciones extrañas, urgentes y deliciosas. 

Esa es la época de la primera película triple x que se ve a escondidas y bajo la excusa del trabajo en grupo con las compañeras del colegio o la quedada donde las primas; quienes al final hacen gestos de desagrado y, al unísono, gritan “¡qué asco!” con la misma fuerza que de sus –nuestras- vaginas vierte un líquido caliente que no es chichí.

Las más arriesgadas innovan los juegos de papá y mamá con algunos detalles seudo eróticos que van desde mirarse los genitales hasta moverse frenéticamente la una sobre la otra, de lo cual no resulta más que la pelvis adolorida y la sensación de culpa. Otras, al resguardo de la oscuridad bajo las cobijas, tratando de descubrir con las manos lo que sienten “los grandes” se encuentran con la tibieza del primer placer. Habrá también quien lo descubra en el baño, frente al espejo, en la ducha, en búsqueda conciente, por equivocación, o tras la sugerencia de sus congéneres; hay posibilidades infinitas. El resultado en este caso también es la culpa, pero el hallazgo afortunado mengua el malestar y permite concluir que no está mal alternar orgasmos y padrenuestros.

A mí, criada por un voraz lector, se me enseñó que todas las respuestas están en los libros. De allí que, cuando empecé a sentir esos extraños pálpitos entre las piernas, empezara a leer cuanto libro hiciera referencia a la sexualidad. Me encontré con varias cosas. Los religiosos, que exhortan a no tocarse y a pedir al Señor refugio en su palabra para no caer en tan perverso acto; las enciclopedias que describen el placer por medio de diagramas de escala y siguen con todo el proceso gestacional; las revistas que rotan en los colegios y que, al portarlas se siente como si se cargaran drogas o armas y narran historias en las que redunda el término “cachonda”; los más técnicos en los que se describen los órganos sexuales, sus partes y sus funciones; revistas, folletos, artículos de periódicos, entre otros. Finalmente me encontré con El Tao. Todo un manual para entender el placer femenino. De modo que yo encontré la respuesta. El Tao me enseñó cómo tocarme y yo seguí al pie de la letra sus sugerencias.

Mi primer orgasmo llegó por sorpresa. Guiada por el tao me acaricié. La humedad me ayudó y yo continué otorgándome un placer que iba en aumento, una lluvia de cosquillitas que me hacían estremecer. No quería y no podía parar. Oleadas de placer me hacían palpitar las sienes y acelerar la respiración. Mis caderas empezaron a moverse sin que mi mente tuviera sobre ellas control alguno y, finalmente, llegó. Un placer nunca antes experimentado, una sensación de vibración que comprometió el cuerpo entero, un gemino ahogado y luego la calma y el asombro conjugándose en perfecta armonía.

Encontré mi fuente de placer esa tarde sentada en el inodoro, con las piernas abiertas y mis dos manos en la vagina. Me enamoré. De ahí en adelante lo hice cada vez que el cuerpo lo pedía y lo he seguido haciendo hasta hoy. 

Me arrepiento de la culpa que en mis primeras épocas sentí. Absurda culpa, ahora lo entiendo. Culpa enseñada por un sistema que deslegitima el contacto, el simple abrazo, el roce de las pieles. ¿Cómo puede alguien pretender quererse si no se permite el maravilloso placer de acariciarse? No sólo los genitales. La cara, los pies, el vientre; están ávidos de nuestro tacto. Y ¿Cómo compartir, cómo dar placer cuando nunca nos lo hemos dado a nosotros/as mismos/as? ¿Cómo amar al otro/a sin habernos amado a sí mismos/as?

Alimentada por mí misma, nutrida por mis propias caricias llegué a los dieciocho años. Antes de ello no requerí roces ajenos. Conmigo lo tenía todo. Luego aprendí otros placeres y enseñé los míos, compartí mis dichas íntimas y jadeé en pareja. Disfruto escuchar mi placer en otros oídos. Sin embargo, aún me tengo. Aún me permito entrelazar la tibieza inconfundible de mi intimidad con la dulzura de mis dedos haciendo rondas cadenciosas, gozándome, amándome.

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