POR: LUISA NDECES
Hace semanas debí haber escrito un texto
sobre la virginidad pero los ires y venires de la cotidianidad me atraparon. Se
llegó la hora del segundo artículo. Tema: la masturbación. Palabras más,
palabras menos, me retardé con la virginidad y se me vino encima la
masturbación… Cualquier parecido con la realidad…
¿Qué es la virginidad, si no la ausencia de
iniciación en las lides del placer compartido? y ¿Qué placeres habremos de
compartir sin antes ser poseedores de ellos? Esas dos preguntas rondan en mi
cabeza y justifican acertadamente mi tardanza con el primer tema y la
vinculación de éste con el segundo. Seguramente , dado que, –en mi concepto- no
es posible contar historias mas que a partir de las propia experiencia; me
negué a escribir el cuento de mi virginidad ausente porque resulta algo confuso
explicar cómo se pierde la virginidad tres veces. Tres veces la perdí porque
tres veces me inicié; pero ese es un chisme que ya no conté; un hijo muerto, como
fluido seminal que termina no en un útero sino entre las sábanas.
Como la mayoría de mujeres de mi
generación, yo crecí aterrorizada con la idea de perder aquello que se trae
entre las piernas y que se mide con dolor y sangre. “Virgen hasta el
matrimonio” era la consigna. Y se adornaba con ideas de amor eterno, príncipe
azul, prueba única de amor y otras güevonadas. Pero las hormonas no entienden
de historias que terminan en “comieron perdices” y, las muy desgraciadas, se
hacen sentir no sólo en la agudeza de la voz,
los granos de la cara, o el vello en las axilas; ellas se deslizan por
espacios no descubiertos generando humedades y palpitaciones extrañas, urgentes
y deliciosas.
Esa es la época de la primera película
triple x que se ve a escondidas y bajo la excusa del trabajo en grupo con las
compañeras del colegio o la quedada donde las primas; quienes al final hacen
gestos de desagrado y, al unísono, gritan “¡qué asco!” con la misma fuerza que
de sus –nuestras- vaginas vierte un líquido caliente que no es chichí.
Las más arriesgadas innovan los juegos de
papá y mamá con algunos detalles seudo eróticos que van desde mirarse los
genitales hasta moverse frenéticamente la una sobre la otra, de lo cual no
resulta más que la pelvis adolorida y la sensación de culpa. Otras, al
resguardo de la oscuridad bajo las cobijas, tratando de descubrir con las manos
lo que sienten “los grandes” se encuentran con la tibieza del primer placer.
Habrá también quien lo descubra en el baño, frente al espejo, en la ducha, en
búsqueda conciente, por equivocación, o tras la sugerencia de sus congéneres;
hay posibilidades infinitas. El resultado en este caso también es la culpa,
pero el hallazgo afortunado mengua el malestar y permite concluir que no está
mal alternar orgasmos y padrenuestros.
A mí, criada por un voraz lector, se me
enseñó que todas las respuestas están en los libros. De allí que, cuando empecé
a sentir esos extraños pálpitos entre las piernas, empezara a leer cuanto libro
hiciera referencia a la sexualidad. Me encontré con varias cosas. Los
religiosos, que exhortan a no tocarse y a pedir al Señor refugio en su palabra
para no caer en tan perverso acto; las enciclopedias que describen el placer
por medio de diagramas de escala y siguen con todo el proceso gestacional; las
revistas que rotan en los colegios y que, al portarlas se siente como si se
cargaran drogas o armas y narran historias en las que redunda el término
“cachonda”; los más técnicos en los que se describen los órganos sexuales, sus
partes y sus funciones; revistas, folletos, artículos de periódicos, entre
otros. Finalmente me encontré con El Tao. Todo un manual para entender el
placer femenino. De modo que yo encontré la respuesta. El Tao me enseñó cómo
tocarme y yo seguí al pie de la letra sus sugerencias.
Mi primer orgasmo llegó por sorpresa.
Guiada por el tao me acaricié. La humedad me ayudó y yo continué otorgándome un
placer que iba en aumento, una lluvia de cosquillitas que me hacían estremecer.
No quería y no podía parar. Oleadas de placer me hacían palpitar las sienes y
acelerar la respiración. Mis caderas empezaron a moverse sin que mi mente
tuviera sobre ellas control alguno y, finalmente, llegó. Un placer nunca antes
experimentado, una sensación de vibración que comprometió el cuerpo entero, un
gemino ahogado y luego la calma y el asombro conjugándose en perfecta armonía.
Encontré mi fuente de placer esa tarde
sentada en el inodoro, con las piernas abiertas y mis dos manos en la vagina.
Me enamoré. De ahí en adelante lo hice cada vez que el cuerpo lo pedía y lo he
seguido haciendo hasta hoy.
Me arrepiento de la culpa que en mis
primeras épocas sentí. Absurda culpa, ahora lo entiendo. Culpa enseñada por un
sistema que deslegitima el contacto, el simple abrazo, el roce de las pieles.
¿Cómo puede alguien pretender quererse si no se permite el maravilloso placer
de acariciarse? No sólo los genitales. La cara, los pies, el vientre; están ávidos
de nuestro tacto. Y ¿Cómo compartir, cómo dar placer cuando nunca nos lo hemos
dado a nosotros/as mismos/as? ¿Cómo amar al otro/a sin habernos amado a sí
mismos/as?
Alimentada por mí misma, nutrida por mis
propias caricias llegué a los dieciocho años. Antes de ello no requerí roces
ajenos. Conmigo lo tenía todo. Luego aprendí otros placeres y enseñé los míos,
compartí mis dichas íntimas y jadeé en pareja. Disfruto escuchar mi placer en
otros oídos. Sin embargo, aún me tengo. Aún me permito
entrelazar la tibieza inconfundible de mi intimidad con la dulzura de mis dedos
haciendo rondas cadenciosas, gozándome, amándome.
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